Yo veía por Madrid a un hombre alto, flaco, cetrino, vestido desastradamente de negro, con el pelo largo, bituminoso, lacio y fijo. Estirándole la frente hacia el cerviguillo. Yo le veía en los cafés o por los paseos, casi siempre solo, quieto, mirando a lo lejos con unos ojos pequeños, oblicuos, obstinados o inclinados sobre unas manos afiladas, agudas, pálidas, nudosas, abandonadas al extremo de los brazos, como si aquel hombre hubiera renunciado a ellas o se le hubiesen cansado de soportar el peso doliente de muchas horas crueles.
Siempre sentía el temor de que al día siguiente ya no se le vería más. Parecía la raíz de una muerte muy honda, brotada descarnadamente sobre la tierra. Parecía hecho de barro y de sarmiento nudoso, y el mármol en que se apoyaba en el café, bajo sus brazos, adquiría inmediatamente una trascendencia patética de lápida de camposanto.
Una noche me presentó a él un poeta peruano, Xavier Abril, que por entonces escribía una poesía surrealista y onírica. El hombre enjuto y enlutado era César Vallejo. Cuando se estaba cerca de él hacía daño su dolor. Os quemaba su tristeza. César Vallejo era una llaga prendida a unos huesos. De pronto, todo él empezaba a resplandecer. Sus propias palabras, con brillo de cuchillos de espadas, o encendidas como cohetes, os envolvían en una febril exasperación de heridas. ¡Qué hombre de dolor entero, de agonía vehemente, de pasión como una brasa roja entre pecho y espalda era César Vallejo!
Juan Chabás
España, aparta de mí este cáliz
CESAR VALLEJO